Recuerdo períodos en que
realizaba, con cierta sistematización, trabajos de artes plásticos (no los
menciono como artes visuales, ojo), particularmente los últimos, en que realicé
ciertas investigaciones y experimentaciones al
respecto. En ese entonces llegué a interesarme (aún lo hago, pero desde
otra perspectiva) por elegir los espacios públicos intervenidos sin
planificación previa; estos los hacía fenómeno de la saturación de las
expresiones urbanas de rayados que se
daban, principalmente en espacios cerrados de bares, donde el acto de intentar
mostrar “algo” era completamente invisibilizado por el acto de otro que hacía
exactamente lo mismo, aunque la intención discursiva fuera diferente (aunque el
hecho de aceptar o elegir esos espacios los hacía comunes o pertenecientes a
decisiones análogas).
La saturación de resultado
colectivo, “sin sentido”, sin programa, sin tradición o tratamiento,
estructuralmente hablando, de convivencia explícita con el desarrollo de una
cultura programada en su formación local o internacional, me daba un interés creciente
en ese anonimato reprimido; en esa causa educadamente fatua de rayar cualquier
soporte dado, u “odiar”, incluso, lo posibilitante como trabajo antecesor de
formación cultural… es decir, esa basura ontológica que no cabe en la tradición
ni en la perspectiva diacrónica de intentar formar un posible escenario de muestreo
internacionalista de receta coyuntural político incorporado a las lecturas
necesarias para comprender las subjetividades de un local (bien o mal
elaborado, da igual para el caso del análisis).
En este sentido hay que diferenciar bien entre un aspecto historicista público del muralismo, de una expresión de también 50 años, de lo que en los posteriores 70 se comenzó a llamar graffiti… Basquiat no hubiera sido ni siquiera visto en la representación historiográfica artística si hubiera pasado por alto la conformación de cómo se debe interceder un muro o un soporte público/político. Veinte años después se fortalece, callejeramente, el street art. La discusión es abierta.
No soy partidario del rayado público que se da como naturalización del aparato expresivo abierto a eso “cualquier cosa”. Pero, sin embargo, hay que tener mucho cuidado cuando se trata de un fenómeno, desde el cual no alcanzamos a ver sus futuras connotaciones y diacronías lecturales para con lo que ni siquiera se comprende fuera de la construcción de cultura y arte dentro de tradiciones respetablemente establecidas y formadas por un estudio academicista y cosifisista de lo que se forma y transforma ficticiamente en arte. La historia de un mural en un contexto duro de politización del mismo “trae” esas fuerzas históricas en su posible desplazamiento de perpetuación, pero eso no debiera configurar y “crear” desmedro de algo que no es un particular, de un conjunto precario que denosta en su ignorancia la monumentalidad desde formas emocionales (la mayor de las veces sin base formativa ni de peso argumentativo). Lo importante es algo que va más allá, y nos trae más acá de lo que constantemente pretendemos vincular como arte (lo mismo pasa con la ciencia en vertientes conservadoras y las de la neurociencia más actuales). El hecho de desacreditar el fenómeno es subestimar a las personas ignorantes en el asunto, y eso es un error de futuro radical.
La planificación y estadio de un
argumento estructurante de conformación de escena o de diagrama para con un
campo “ciudad”, como es el caso deconstructivo actual de Valparaíso, es una
parte de las tantas por efectuarse dentro de la convivencia de respuestas
expresivas. En el contexto de la intervención callejera, saturada, sin
vinculación relacional con la formación arquitectural o histórica (desde la
perspectiva que se quiera tomar de acuerdo a lo edificable como fenómeno de
simbolismos y subjetividades) no es inteligente el descrédito impositivo de la
radicalización de su supresión, sino la capitalización de su degradación, de
las relaciones fenomenológicas con el contexto, de saber que hay entropías por
doquier. La lógica de supresión, sea cuales sean los argumentos de conservación
o diálogo con lo acontecimental, es la lógica de la dialéctica negativa binaria
de confrontación con lo no expuesto, con lo no planificado, con lo que no entra
en las políticas ficticias que me, o nos proponemos como grupo o proyecto. Pero
esta es una lógica de guerra, incluso orgánica, donde lo que se establece es el rescate de una historia importante,
pero se descarta las cualidades devaluativas que escapan al control, que interrumpen
desde la ingenuidad y la prepotencia sin referentes o con pocos, pero que son
parte del contexto homeostático de sobrevivencia del desgano y el resultado de
falencias discursivas y críticas en, quizá, organizaciones de debate y
reflexión organizadas, pero no necesariamente dependientes de una política
coyuntural (también respetable en su campo histórico académico), sino dentro de
sus propios medios decadentes de incorporarse a los entornos de construcción de
realidad en una ciudad, nos moleste o no. Aquí no hay discurso decadente de un
triunfador de guerra, sino un resultado de pésimas administraciones culturales,
que sin embargo, devienen en fenómeno que desvía el plan original cotidiano, en
un sentido lectural de Certeau.
Personalmente no estoy de acuerdo con la liviandad del fenómeno en Valparaíso, pero no me permito sustraer o pavimentar desde otro argumentativo las señales de una realidad antropológicamente decadente. También, y esto es necesario dejar en claro, hay una diferencia entre el supuesto mural, grafiti, o “rayado de una frase”. Las primeras dos opciones son las problemáticas en mi no estar de acuerdo; la última requiere otro texto que refiere al intento comunicativo que deviene en saturación protodiscursiva que me interesaba en los últimos períodos plásticos de observación del anonimato linguístico en los soportes que se encontraran en la deriva ebria de una cuidad al borde de su destrucción simbólica.