Más del 90% de la población chilena que utiliza internet baja contenidos, música, videos, etc. sin considerar las posibles licencias que puedan tener los autores de esos contenidos. Una gran cantidad distribuye, de alguna forma, las descargas a otros usuarios, por lo general amigos. Los lectores, investigadores y trabajadores relacionados con cultura y artes utilizan “materiales” dispuestos en red. Estas utilizaciones no solo se han dado desde la aparición de internet, sino desde hace mucho tiempo en las culturas en lo que respecta a los intercambios e interrelaciones que se han ido efectuando.
Bueno, se encuentra en este momento, en discusión, en el parlamento de Chile la forma de establecer una nueva ley de propiedad intelectual, la cual no se alteraba desde la década del setenta. La discusión se ha centrado en lo que se denomina “Uso Justo”, el cual, básicamente, trata sobre las posibles excepciones al derecho de propiedad, y que son excepciones que, supuestamente, pueden ser utilizadas por cualquiera. Estas utilizaciones pasan por el uso de las obras, creaciones, inventos, etc. que puedan servir a cualquier particular, o a un intento de enseñanza, o que contribuya al desarrollo inventivo, etc. pero sin considerar lucrar con el uso adquirido.
Personalmente opto por una apertura casi completa, y lo que se discute en el parlamento está rodeado de estrategias de particulares y triquiñuelas de muchos tipos que no hacen confiar en varios de los mecanismos de supuestos avances, aunque hayan parlamentarios con sus buenas intenciones, pues aún así, están rodeados de una dinámica de construcción limitada en este tema de por si. Esto sería extenso relatarlo, y no me detendré en aquello, pues quiero enfocar el tema en los posibles desarrollos y alcances que se dan en los artistas y posibles gestores culturales que intercambian producción, y cuales serían las limitaciones o alcances (quiéranlo o no) de estos productores al estar regulados por leyes que comienzan a parecerse en muchas partes del mundo, y que avanzan en la coartación de los intercambios y comunicaciones creativo culturales. En este aspecto la interacción y mecanismos que más exponencialmente se acelera es la Internet (a nivel socio cultural, o por lo menos en la masificación). Los usos de Internet es un extenso tema en este sentido, pero tan extenso como las ampliaciones de los crecimientos culturales de un planeta que se globaliza y que arrastra grandes dificultades; pero esas grandes dificultades vienen dándose porque también avanzan grandes logros, o más aún, grandes entrecruzamientos no lineales de entrar en una nueva etapa y dimensión expandida tanto en cualidad como en cantidad. Solo si tomamos la dimensión de la “información”, las potenciales extensiones son vertiginosas en la prospección. Quienes se resisten a esto no percatan la importancia del principio de nuestra nueva etapa en el lenguaje, el conocimiento, la información, la comunicación. Se tiende a denostar varios de estos últimos puntos atribuyéndolos a enajenamientos, soledad, virtualización que sustrae de la realidad, etc. Sin embargo, esas atribuciones son parciales de una coyuntura sectorizada en el temor del pasado y la creciente utilización de los medias y lo tecnológico (razón instrumental en parte) por parte de las corporaciones y la creciente culturización de la conducta desde el mercado hacia las nuevas generaciones a través de la tecnologías de control (si es que aún las podemos llamar así).
Lo último es relacionado a las “utilizaciones”, tal como el lenguaje mismo: casi nadie plantea el lenguaje como un problema desde el principio de su supresión, o de coartar el desarrollo, utilización, o extensión de las relaciones, aunque existan, desde hace no poco, mecanismos de poder que fraccionan y manipulan a través del mismo. Las ideas se extienden, se expanden, no tiene propiedad.
En una charla que di en Llolleo mencioné, a propósito de Lessig (en parte de los aspectos que podría concordar con el) que “el invento Internet, y su exponencial masificación en el uso, ha traído, y está trayendo consecuencias, muchas de ellas incalculables para la mayoría de nosotros en lo que respecta a las nuevas formas culturales de participación global; al intercambio de conocimientos, a la difusión de los mismos, a la interacción de lo procomún, a las posibles relaciones del dominio público, etc. El problema es que los intereses en la imposición de leyes que limitan estas aperturas son económicos, y no pertenecen a la gran mayoría de los creadores y usuarios, ni siquiera como posibles intereses personales directos, sino que pertenecen, directamante, a las empresas e industrias que comercializan la cultura (las cuales se desesperan modificando, arreglando, y sobretodo conservando leyes en una era que los sobrepasa en distribución y difusión de la información y posible conocimiento)”.
La brecha del problema es, muchas veces, tan radical que hasta personas lúcidas e inteligentes de generaciones de hace 50 años o menos no logran ver hoy la importancia de estos asuntos y las simplifican relacionándola con la superficialidad del control de estas tecnologías y sus enajenantes resultados. Por ejemplo, el mismo Raúl Ruiz plantea el lado negativo de esta situación, mirándolo como un problema de la pérdida o eliminación del sujeto. Puedo comprender su visión si se emplaza en las relaciones históricas críticas anteriores al período de finales de los 90 (incluso quizás de parte de los 80) en estos temas, con la ficción de la herencia enajenante de las tecnologías en la población. Argumentar hoy la crítica solo observando los mecanismos de manipulación y sugestividad acelerados a través de las tecnologías es solo ver una punta de iceberg embelesada negativamente.
Otra forma de plantearlo podría ser desde la enajenación y la consecuente pérdida gradual de pensamiento crítico en el mundo como menciona Adorno con respecto a las industrias culturales. Según lo que planteo yo, los encuentros y ocupaciones con la utilización de internet, en este caso, no coartan esta posibilidad crítica (aunque se encuentra ocurriendo hoy por esas vías y muchas más), sino que son un potencial mínimo, es decir, la negatividad de un fenómeno como el que ocurre no es el principio de la negatividad del problema de la disolución del individuo como plantea Ruiz, sino la posibilidad de la extensión positiva y negativa para adentrarnos en más libertades posibles dentro de virtualidades que fecundan intercambios de mucho tipos no abarcados aún, por encontrarnos nosotros en parte del desarrollo primero de estas cuestiones.
Otro error es considerar los alcances tecnológico comunicacionales como una parte o engranaje de una forma de pensamiento instrumental. Aunque esté de acuerdo que las razones instrumentales hayan aumentado al mismo tiempo que los acelerados mecanismos técnicos, lo que se confunde aquí es lo tecnológico con lo tecnocrático. Fuera de la modernidad y la modernización, y los posibles “post”, la tecnología planteada que se relaciona con los nuevos intercambios, indeterminados hoy para muchos, seguirá sus pasos, a pesar de los períodos y de los sistemas (pueden existir momentos de lentitud, que sería raro, pero no de detención; pueden existir momentos de más opresión y control, pero no de activismo virtual y acciones hackers).
El debate último de la ley de propiedad intelectual, relacionado con los “usos justos” es una cuestión sintomática relacionada con lo expuesto anteriormente pues, de alguna forma, la tendencia política en Chile, más bien la gubernamental, intenta inclinarse hacia el control de los usos en los temas de información virtual (de todas formas la información siempre es virtual). Pero este supuesto control ni siquiera es de una planificación dura del estado, sino una presión evidente de las antiguas empresas que aún sobreviven y comienzan a dar sus últimos pataleos históricos.